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sábado, 30 de marzo de 2013

De novelas históricas


         Recuerdo aquella clasificación de la novela histórica decimonónica en la que, según Ferreras, la ubicación temporal del relato podía ser, en cuanto reconstrucción entre arqueológica y mítica de un tiempo y una cultura, el objeto del novelista, que, por otra parte, no dejaba de idealizar lo que consideraba un pasado ––generalmente medieval–– más esplendoroso y espiritual; en segundo lugar, un tipo de novela, donde la reconstrucción histórica era importante, pero era complemento de una historia amorosa, que encontraba su justificación en aquella cultura menos burguesa y claramente diferente a la del lector; por último existía un tipo de novela histórica en la que la historia solo era el marco en que se encuadraba la trama sentimental que era lo que de verdad interesaba al lector.
         Puede decirse que, de alguna manera, en estos años conmemorativos hemos leído versiones reactualizadas de tales clases de novela histórica, desde las dedicadas a Trafalgar, el levantamiento del 2 de mayo y el Cádiz de las Cortes, por Pérez Reverte, la de Ángela Irisarri a la heroína de Zaragoza, la de Jesús Maeso al Cádiz liberal o el episodio de Hilda Martín de temática similar, aunque debo decir que, reconocida la dignidad de la mayoría de estas novelas, ninguna me gustó tanto como la de Andrés Neuman, El viajero del siglo, tal vez porque era la menos histórica de todas, la más ambiciosa, a pesar de situarse en una época similar. Su interés por la filosofía, por la emancipación de la mujer, la ciudadanía y los nacionalismos, o el interculturalismo, la convierten en un relato rabiosamente actual.
          Otra propuesta, situada en una época diferente es la de la escritora y periodista Eva Díaz, reciente ganadora del premio «Ciudad de Málaga» de novela con Adriático ––a través de la memoria veneciana de un profesor de Historia, que se reencuentra con su ciudad natal–– y que ya mostró su maestría trenzando los hilos temporales en su novela anterior: El sonámbulo de Verdun.
Foto El Mundo
          De corte más clásico, pero muy interesante y con atractivo pulso narrativo, es la novela que acabo de leer de Ángeles Casso, Donde se alzan los tronos, que recrea la España de los inicios borbónicos, a través de la mirada y la accion de una mujer singular, la princesa de los Ursinos, Mariana de Trèmoille, que se atrevió a pensar, a hablar y a actuar, imponiéndose, casi siempre, en un mundo claramente masculino. En un país, en el que, ya en el reinado siguiente, costó más de una década que los hombres admitieran que las mujeres podían intervenir en la sociedad, fuera del ámbito doméstico y, aun así, solo consintieran ––por decreto real–– que las mujeres pudieran contribuir al progreso de la patria desde una Sociedad como la Económica de Amigos del País, pero separada de los hombres en una Junta de Señoras de Honor y Mérito.

jueves, 28 de marzo de 2013

Feijoo, el duende, el vampiro y el redivivo (I).

           
De la edición del Teatro crítico y Cartas eruditas de Alianza editorial.

         Ahora que está tan de moda la literatura y la cinematografía de vampiros, no está de más recordar aquí la Carta 20 incluida en el tomo IV (1753) de las Cartas eruditas y curiosas de Feijoo, que lleva por título «Reflexiones críticas sobre las dos disertaciones que, en orden a apariciones de espíritus y los llamados vampiros, dio a luz poco ha el célebre benedictino y famoso expositor de la Biblia don Agustín Calmet» ––ya se sabe que, en lo tocante a títulos, podían ser muy barrocos––, pues ya en ella, Feijoo trata de desterrar las supersticiones que, en torno a duendes, vampiros y aparecidos o muertos vivientes, tenían los hombres del XVIII y no está de más recordar que el benedictino dio a la luz esta obra en la década de los cuarenta.
          Esta carta, en concreto está escrita como respuesta a un Vuestra Merced, del que ignoro su identidad ––si es que no se trata de un recurso literario––, quien le ha solicitado un dictamen sobre las mencionadas disertaciones que contiene el libro que publicó el teólogo francés en 1746. Es decir, entra de lleno en el terreno de la crítica literaria y para ello, lo primero que hace es explicar el asunto de ambas. La primera versa, pues, sobre «apariciones de ángeles, demonios y otros espíritus; la segunda sobre los revinientes o redivivos, en cuyo número entran con los vampiros y brucolacos, los excomulgados por los obispos del rito griego». 
          Feijoo recurre a la lógica para recordar que «ni todas las que se refieren en las historias se deben admitir como verdaderas, ni todas reprobarse como falsas» ––lo que significaría incurrir en credulidad necia o en incredulidad impía––, además ––añade––, una aparición posible no tiene por qué ser considerada como verdadera, lo mismo que tampoco al contrario y, por último advierte que, para asentir o disentir a los hechos históricos, hay que tener en cuenta los testimonios de mayor peso y calificación.
          Antes de ofrecer su dictamen sobre la primera cuestión, advierte que Calmet se muestra bastante perplejo y dubitativo a la hora de calificar algunos de los casos, lo que le permite ofrecer sus reflexiones sin ningún embarazo y, para ello, comienza con el «cuento» del consejero del parlamento de París al que una noche, durante el sueño, cree ver a un joven que le repite unas palabras en un idioma que no entiende. El consejero anota lo escuchado y al día siguiente un perito le dicen que se trata de un mensaje en lengua siria que le advierte «Retírate de tu casa, porque hoy a las nueve de la noche se ha de arruinar», lo que efectivamente ocurrió. Pero Feijoo señala que se trata de un relato muy similar a una fábula del poeta Simónides.
          Más adelante, se refiere el caso de un predicador jesuita, que recibe la visita de un gigantesco espectro que quiere hablarle, y que el padre se lo impidió advirtiéndole que «según su estatuto, de silencio, no podía oírle sin licencia de su prelado», de modo que debería volver al día siguiente para hacerlo con el permiso correspondiente, como así sucedió y de resultas de lo cual sufrió un terror que lo tuvo alelado hasta su muerte. «Es de reparar, en este caso ––comenta Feijoo––, el ridículo escrúpulo de no querer oír al espectro sin licencia del prelado.El estatuto le mandaba abstenerse de hablar a aquella hora, mas no de oír, y mucho menos a quien venía a hablarle con orden o, por lo menos, permisión del superior de todos los superiores.
         No es esta la única ocasión, desde luego, en que Feijoo se burla de la ingenuidad de estos relatos y en más de una ocasión clama contra la credulidad de sus contemporáneos, contra las estratagemas y fábulas de duendes y difuntos que se fingen para tener «comercio amoroso» y se ríe francamente de los prejuicios y supersticiones del común. Así, rechaza la intervención de diablos que impiden trabajar en las minas, lo que no consta ––asegura Feijoo–– a los españoles americanos y sí las mil y una argucias para apoderarse de tesoros enterrados.
          Sobre los muertos que vuelven a la vida para expiar alguna culpa o acabar alguna tarea que les quedó por terminar, asegura que la mayoría son auténticos «cuentos de viejas» que, por otra parte, contradicen la doctrina sobre el purgatorio, es decir, la existencia ––ahora desmentida–– de «un lugar destinado para purificarse las almas que salieron de este mundo si toda aquella pureza que es necesaria para entrar en la patria celestial».
         En fin, termina su repaso Feijoo, recordando el poder de la imaginación que hace confundir con frecuencia lo soñado con la realidad, al quedar «estampado en su cerebro como si fuese visto; lo que es cierto que sucede tal cual vez a los de una imaginativa vivísima» y que por tanto, estas apariciones son frecuentemente producto de una «imaginativa alterada».
          Dejo para la siguiente entrada lo concerniente a vampiros y redivivos.

sábado, 23 de marzo de 2013

«La dama pálida», Alejandro Dumas (hijo)

          Entre la literatura vampírica tan frecuente en el siglo XIX, no cabe duda de que uno de los relatos más conocidos es La dama pálida (1849), de Alejandro Dumas, hijo, también traducida como La bella vampirizada y el vampiro de los Cárpatos. El cuento formaba parte de su colección de cuentos de terror Los mil y un fantasmas. 
          La historia, narra en primera persona la tragedia de la noble polaca Edvige:
        «Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y -acaso más que- en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar».
         Durante la guerra entre Rusia y Polonia, su familia se enfrenta al zar y sus hermanos mueren en el frente. El anciano padre decide morir en su castillo, pero obliga a su hija a marchar escoltada a un convento en los Cárpatos, donde años atrás había encontrado refugio la madre. Los Cárpatos encierran mil y un peligros tanto o más fieros que los rusos, pero el mayor temor lo concita el encuentro con los bandidos moldavos.
        El cortejo va guiado por un poeta popular que entona una canción con la que trata de conjurar el miedo a bandidos y vampiros, cuando es asaltado por una banda que asesina al grupo y se lleva a la joven a su castillo. Dos de ellos, los hermanos Kostaki y Gregoriska, descubre su lado sentimental y se disputan su afecto. Gregoriska le pide que huya con ella, pero Kostaki desbarata los planes. 
         La madre descubre el cadáver de Kostaki y pide a Gregoriska que encuentre al asesino de su hermano y lo mate. Mientras, por las noches, la joven Edvige es visitada por un vampiro que le sorbe la sangre haciéndola empalidecer. Gregoriska descubre lo ocurrido y planea acabar con él, pero, cuando por fin Gregoriska se enfrenta al vampiro en el monasterio de Hango, descubre que se trata de su propio hermano que se había suicidado. 
         Tras el reto a duelo, Gregoriska consigue su propósito, pero es herido de muerte y finalmente enterrado junto a su hermano. Entonces, la madre revela que ambos han sido víctimas de la maldición que había caído sobre los Brankovan, después de que un antepasado hubiera matado a un sacerdote. 

martes, 19 de marzo de 2013

«La cárcel de Edimburgo», una novela de Walter Scott

      Haber nacido de gentes honradas esto es, de urna familia sin mancha, es una ventaja tan preciosa para el pueblo   Escocés, como para los Nobles el descender de una antigua casa. La estimación y el respeto tributados a una familia de aldeanos son considerados por propios y extraños, no sólo como un justo motivo de orgullo, sino también como una garantía de la buena conducta de todos los demás miembros de la familia, Por el contrario, una mancha como la que acababa de caer sobre uno de los hijos de Deans, se extendía a todos sus parientes, 
WALTER SCOTT.—La Prisión de Edimburgo.

Con esta cita y otra anterior, de otro texto del mismo autor, La alcoba tapizada, iniciaba Fernán Caballero su relato Magdalena, que tuve ocasión de comentar en mi libro Fernán Caballero. De la relación al relato, así como en Los episodios de Trafalgar y Cádiz en las plumas de Frasquita Larrea y Fernán Caballero. Se trata, como apunta la cita, de la historia de un deshonor, el provocado por la protagonista al ser seducida por un joven extranjero; un asunto, este del honor mancillado, que tanto abordaría Fernán en novelas y, especialmente, en relatos. 
         Al decir de Biruté Ciplijauskaité con ella y con su obra La Gaviota, nace en España la novela de adulterio que tendría tan afortunadas plasmaciones en Fortunata y Jacinta, La Regenta y otras tantas. Claro que la diferencia fundamental en las obras de doña Cecilia Böhl de Faber es su visión providencialista, que la lleva a castigar a las transgresoras. Olvidada, arrinconada y sin voz acaba sus días la antiguamente exitosa cantante María. Muerta terminará la joven e ingenua Magdalena, no sin antes ver ejecutar a su hermano, que ha decidido vengar el honor familiar, asesinando al seductor inglés.
          La protagonista de Walter Scott es Jenny Deans, que camina a Londres para obtener el indulto real para su hermana Effie, con el fin de sacarla de la prisión en que se encuentra, acusada erróneamente de haber matado a su propio hijo. 
Effie y Jenny en la prisión, según la novela de Walter Scott.
Estampa de Schopin. Fundación Lázaro Galdiano.

Curiosamente, Magde es el nombre de la joven miserable que, tras haber tenido un niño fuera del ventajoso matrimonio que iba a contraer, enloquece al averiguar que dicha criatura había sido asesinada por su madre, con el fin ocultar la infidelidad al futuro esposo. 
          La madre, asesina y ladrona, morirá ejecutada en la horca, como castigo a sus crímenes,  y Magde, espectadora del ajusticiamiento, morirá de resultas del maltrato a que la somete una muchedumbre que tiene por malvadas hechiceras a todas las escocesas que llegan a la capital.

La doncella Diana, de «El perro del Hortelano»

Como en este blog tengo una especial predilección por las doncellas, no podría dejar de ocuparme de Diana, la joven, hermosa, altiva y colérica condesa de Bellflor. A la Diana creada por el fecundo y magistral Félix Lope de Vega no le hace falta ser sorprendida junto a sus ninfas en el baño, para perseguir colérica al osado entrometido. 


Diana y Acteón. Tiziano 1559.
          
      Por el contrario, le sobra con pensar que el que cree intruso haya irrumpido su privacidad, adentrándose en su recinto doméstico, con nocturnidad y alevosía «casi en mi propio aposento». Su enfado es tal que no duda en burlarse de Fabio, su gentilhombre: «¡Hermosas dueñas / sois los hombre de mi casa!». 
           Sus ninfas ––damas, en este caso–– son conscientes de lo caro que hace pagar cualquier deslealtad. 

Diana y las ninfas. Domenichino. 1616

           Una de ellas, Marcela, confiesa a su enamorado Teodoro el temor de ser descubierta:
Todo lo sabe en efeto;
que si es Diana la luna,
                 siempre a quien ama importuna,
                                salió  y vio nuestro secreto (vv. 911-914).

Efectivamente, Diana es la dueña de su reino y su voluntad se impone por encima de cualquier otra. Como la Artemisa griega, con la que suele identificársele, su naturaleza es indómita y feroz, por eso se nos aparece como independiente de cualquier voluntad masculina y decidida a castigar toda osadía. Su comportamiento es en este sentido absolutamente varonil. 
           No obstante, los jóvenes nobles que la rodean no están dispuestos a consentir tal conducta y menos aún la de un criado que se ha atrevido a enamorar a esta dama marcial. En este sentido, dispondrán lo necesario para restañar el honor mancillado, contratando a un valiente que acabe con la vida del osado arribista.
                Mientras, Diana, aun sin querer confesárselo está dispuesta a admitir el matrimonio, aunque no logra decidirse por alguien que es inferior a ella. Una argucia  farsesca permitirá solventar el feliz desenlace. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Jovellanos, «Idilio VI». A Galatea

Como indica Rogelio Reyes, siguiendo los trabajos clásicos de Joaquín Arce, en la introducción a su antología de la Poesía española del siglo XVIII (Cátedra, Madrid, 2001), «La presencia de Góngora en el siglo XVIII va más allá de la inspiración directa de sus grandes poemas líricos y se deja sentir en "géneros, metáforas, fórmulas retóricas y lexemas", que se integran en el discurso poético con una funcionalidad distinta a la que tenían en la obra del gran poeta cordobés».



          Y esto es precisamente lo que ocurre en el Idilio VI, donde Jovellanos canta la belleza que exhibe su Galatea en el momento del despertar.


Sin duda de las gracias
el coro, a tu lindeza
añade en esta hora
mil perfecciones nuevas:
brilla tu frente hermosa
con luz muy mas serena
y como al cielo el irir,
así tus negras cejas
dividen el nevado
contorno de tu esfera;
tus ojos... Musa mía,
¿cómo tu voz pudiera
los rutilantes ojos
pintar de Galatea?

¿Quién me dará que junte
del sol las luces bellas,
las sombras de la noche
y el fuego de la esfera, 
para pintar los brillos,
la gracia y la viveza
de tus divinos ojos,
oh dulce Galatea? 
Absorta el alma mía
los mira y los contempla,
sus luces la embriagan,
sus llamas la penetran.
          Para la descripción de las mejillas, los labios, la boca y el seno toma metáforas lexicalizadas de Góngora:
Veo que en tus mejillas
la rosa bermejea, 
y del clavel purpúreo
tus labios son afrenta.
Juegan sobre tu boca
las risas halagüeñas,
y en el ebúrneo pecho
la cándida azucena
derrama su blancura.
¡Ay Dios, cuántas bellezas
mis ojos inflamados
registran en tu esfera!


Claro que, al final, resuenan también los ecos de Garcilaso y su reelaboración del mito de Anajárete, entre otras muchas reminiscencias:

¡Ah, no me las ocultes,
oh cruda Galatea! 
 ¡Guarte, que no se enoje, 
si al mundo se las niegas, 
la mano bienhechora 
de la Naturaleza!
¿Criólas por ventura
para que no se vieran?
Si es ella generosa,
¿por qué eres tú avarienta?

viernes, 15 de marzo de 2013

Otros besos. El ósculo envenenado de Góngora

De besos, ya hemos tratado con Valera, Bécquer y ahora, por mediación de un poema de Jovellanos ––quién lo iba a decir––, me acordé de este soneto de Góngora:

La dulce boca que a gustar convida 
Un humor entre perlas distilado, 
Y a no invidiar aquel licor sagrado 
Que a Júpiter ministra el garzón de Ida, 
Amantes, no toquéis, si queréis vida; 
Porque entre un labio y otro colorado 
Amor está, de su veneno armado, 
Cual entre flor y flor sierpe escondida.
No os engañen las rosas que a la Aurora 
Diréis que, aljofaradas y olorosas 
Se le cayeron del purpúreo seno; 
Manzanas son de Tántalo, y no rosas, 
Que pronto huyen del que incitan hora 
Y sólo del Amor queda el veneno.

Suplicio de Tántalo


Góngora avisa, como otros tantos poetas, de los peligros del amor: así le fue a Adán, ––se diría.

Detalle de El Carro de Heno, de «El Bosco»

          Claro que pocos fueron tan claros como Nicolás Fernández de Moratín en su Arte de las putas. Y es que el XVIII tiene su Ilustración oculta

martes, 12 de marzo de 2013

«El Cortesano» de Castiglione y el teatro renacentista español

          El Cortesano de Baltasar de Castiglione me parece un clásico, al que conviene volver con alguna frecuencia. En estos días, he vuelto a recordarlo al explicar a los alumnos la relación entre el teatro renacentista de Torres Naharro.

Comedia Himenea, por Teatro DRAN
               De este extremeño suele destacarse su vinculación y superación del modelo del salmantino Juan del Encina, así como la modernidad que le llegó gracias al influjo italiano, concretamente de autores como Bernardo Dovizi  da Bibbiena y su obra la Calandria estrenada en 1513, inspirada a su vez en el Decamerón de Boccaccio y Los gemelos de Plauto. Y, a pesar de que pueda resultar extraño, también el Decamerón y la obra de otros novelistas italianos, como Bandello, fueron fuente de inspiración para nuestros autores dramáticos.  
Cardenal Bernardo Dovizi
         Pues bien, según parece el festivo cardenal Dovizi era una experto animador y un excelente conversador, de modo que Castiglione decidió convertirlo en uno de los personajes protagonistas de El Cortesano. Esa es otra cuestión que he intentado hacerles comprender a mis alumnos: la importancia que tenía en el Renacimiento la conversación y de qué manera la gracia y donosura conversacional se consideraban junto a otras virtudes como una de las cualidades fundamentales de la cortesía. Por eso mismo, Juan Valera, tan buen contertulio, tan amante de la conversación como de la buena literatura, tan aficionado al galanteo y tan admirador del sentido del humor y del ingenio, se hizo una y otra vez eco de la obra de Castiglione. 
         De las muchas menciones que hace Valera en su obra, me gustaría recordar aquella que reivindica para la dama perfecta:

             una cierta afabilidad graciosa, con la cual sepa tratar y tener correa con toda suerte de hombres honrados, teniendo con ellos una conversación dulce y honesta, y conforme al tiempo y al lugar y a la calidad de aquella persona con quien hablare. Y todo esto ha de hacer ella mezclando en sus costumbres sabrosas y moderadas y en la honestidad, la cual siempre ha de andar en todo, una presta viveza de espíritu, que la haga, muy ajena de toda grosería; pero esto con tal manera de seso y de bondad lo haga, que en opinión de todos sea tan buena, prudente y bien criada, cuando graciosa, avisada y discreta.

Porque, para el teatro renacentista y, particularmente, el de Torres Naharro, el asunto del honor y los peligros que debía sortear la dama para guardarlo, ya empiezan a ser motivo de conflicto, como ocurre en la Himenea.

viernes, 8 de marzo de 2013

«El Cortesano», de Castiglione y la dama perfecta

Como es bien sabido, a través de la conversación cortesana, Castiglione expone lo que él considera el ideal del cortés del caballero y también de la dama perfecta. Lógicamente, sus presupuestos distan bastante de lo que hoy consideraríamos como ideal, pero no está de más recordar, que Castiglione considera que si un hombre ama a una de estas mujeres, sería capaz de las mayores empresas. En la antigüedad, efectivamente, se consideraba que, a través del amor, el ser humano podía alcanzar la virtud, es decir, que el amor estimulaba a quien lo profesaba.
          De las numerosas citas que explicitan esta idea, hoy, día de la mujer, quiero recordar la siguiente:

                ¿Quién no alcanza que las mujeres son las que quitan de nuestros corazones todos los baxos y viles pensamientos, las fatigas, las miserias y aquellas tristezas tristes que andan en compañía de todo esto? Y si quisiéramos bien considerar la verdad, conoceremos que acerca del conocimiento de las cosas grandes no nos desvían de ellas, ni nos embarazan, antes nos despiertan y nos levantan. Hacen asimismo en la guerra ser los hombres sin miedo, y realmente yo tengo por imposible que en corazón de un hombre donde una vez haya entrado amor pueda jamás entrar vileza ni cobardía; porque quien ama desea siempre hacer cosas que le hagan ser amado, y teme ordinariamente no le acaezca algo que le deslustre, por donde venga a tenelle en poco la que él desea que le tenga en mucho; y así muy fácilmente se pone mil veces a peligro de muerte porque su señora conozca que él merece el amor della; (...).

                    Cf., Baltasar de CASTIGLIONE, El Cortesano, Austral, Madrid, 19845, p. 272.

Y es que, el amor, al fin y al cabo, es una de las mejores lecciones que se puede aprender con gusto y provecho. Ese amor estimulante, debía estar basado, por otra parte, en una conversación y un trato igualmente enriquecedor, de modo que era necesario que la mujer tuviese una instrucción adecuada para ser capaz de mantener una charla interesante y amena con la que conseguir educar al caballero en la civilidad y cultura de la corte. 
Bronzino,  Lucrezia Panciatichi, S. XVI

             Civilidad que, curiosamente, era también tan apreciada por los ilustrados y las ilustradas como Josefa Amar.
              Bastaría, no obstante, un poco de simple humanismo para que todos fuésemos capaces de entender hoy que este mundo no tiene futuro mientras hombres y mujeres no trabajen y vivan en igualdad.

sábado, 2 de marzo de 2013

«El cautivo de Doña Mencía», de Valera y El Cortesano, de Castiglione


Como señalé en mi libro Juan Valera y la magia del relato decimonónicola protagonista de este cuento nos recuerda a cualquiera de los ejemplos de «dama perfecta», que contribuyeron a estimular las virtudes de los hombres[1] que estaban a su lado, y, en especial, nos trae a la memoria ––dado que al final del cuento se dice que el personaje masculino era El Gran Capitán[2]–– el caso de Isabel la Católica, de quien, por boca del Magnífico, se afirma en El Cortesano que a ella, a su virtud y a su excelentes dotes para gobernar, se debe la conquista de Granada[3]:

            Y en gran parte fue desto causa el maravilloso juicio que ella tuvo en conocer y escoger los hombres más hábiles y más cuerdos para los cargos que les daba. Y supo esta señora así bien juntar el rigor de la justicia con la blandura de la clemencia y con la liberalidad, que ningún bueno hubo en sus días que se quexase de ser poco remunerado, ni ningún malo de ser demasiadamente castigado, y desto nació tenello los pueblos en estremo acatamiento mezclado con amor y con miedo, el cual está todavía en los corazones de todos tan arraigado, que casi muestran creer que ella desde el cielo los mira (...)[4].

            Y un poco más adelante se especifica lo duradero de su aliento revelador:

            Considerará tras esto, señor Gaspar, que en nuestros tiempos todos los hombres señalados de España y famosos en cualquier cosa de honra han sido hechos por esta Reina; y el Gran Capitán Gonzalo Hernández mucho más se preciaba desto que de todas sus vitorias y ecelentes hazañas, las cuales en paz y en guerra le han hecho tan señalado, que si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud, no hayan quedado baxos en comparación dél[5].        

            Las siete últimas líneas parecen demostrar que Valera en este cuento ––además de en las fuentes bibliográficas que cita directamente–– se inspiró en la lectura de El Cortesano de Castiglione, ya que éstas se recogen literalmente en el capítulo octavo del cuento[6], que funciona a modo de epílogo, y donde se nos descubre la identidad histórica del protagonista.
            También es cierto que el desenlace de la obra nos remite, por la muerte de doña Mencía, consumida por su propia pasión, a otros casos planteados en El Cortesano.



     [1] El Cortesano, p. 244 y ss.
     [2] Obras de Juan Valera, I, p. 864.
     [3]El Cortesanopp. 256-257.
     [4] Ídem.
     [5] Ibídem.
     [6] Obras de Juan Valera, I,  p. 1178.