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sábado, 2 de abril de 2016

Enrique Gil y Carrasco y la cultura visual del Romanticismo

   
Panorámica de las Médulas. MCC.
     Con motivo del 70 aniversario de su muerte, acaban de publicarse las Actas del Congreso celebrado el pasado mes de julio en el Bierzo, en el marco del Año Romántico, para rescatar la figura de Enrique Gil y Carrasco.
     En unas jornadas que fueron muy enriquecedoras tuve la oportunidad de ofrecer un análisis sobre la cultura visual que se atisba en su producción en prosa. Este estudio forma parte del proyecto en que pretendo abordar de qué manera incide el cambio del régimen escópico o visual en la mirada literaria de los escritores románticos y que, para el caso de Enrique Gil puede resumirse así:
     La cultura visual de Enrique Gil está dominada por la de los grandes pintores a los que admiraba y hemos visto citar —Goya, Murillo, Durero, Rafael…—; pero su imaginario no debe menos a su experiencia lectora —Ossian, Dante, Espronceda y tantos otros. Como pintor del paisaje y como retratista —también como caminante o viajero que se deleita en la contemplación de la naturaleza—, Gil se nos aparece como gran descubridor de paisajes y personajes pintorescos, de insospechadas perspectivas y de imágenes vistas unas veces por experiencia propia o ajena, atisbadas otras en la semi–vigilia, e intuidas tal vez algunas entre las brumas del sueño o inspiradas por la imaginación. A esta cultura icónica más tradicional, se suma la experiencia provista por los dispositivos visuales que empiezan a conocerse en España en la década de los treinta.
    Efectivamente, aunque no son muchas las ocasiones en las que Gil y Carrasco menciona explícitamente al panorama y, sobre todo, al diorama, que solo aparece en unas impresiones viajeras de sus últimos años, es evidente que su mirada está condicionada también por el modo en que descubren la realidad estos nuevos dispositivos ópticos. De hecho, en ocasiones se utiliza para proyectar una imagen, próxima a la ensoñación fantasmagórica, de que no me he podido ocupar. El panorama, pantalla visual de la experiencia vital, puede convertirse en moderna rueda de la fortuna, que gira ahora alargándose en el horizonte temporal. En otros casos, favorece una especie de unión mística con el paisaje sobre el que extiende su mirada. Con no menos frecuencia, el panorama descubre un enclave urbano dominado por la experiencia religiosa, pues, como había enseñado Chateuabriand, el cristianismo permitía disfrutar de una experiencia renovada (Gil: 1978: 230, 260). Respecto de otros dispositivos como el diorama su mención explícita es excepcional, pero no así los cambios de luz del atardecer, y la llegada del ocaso, los fundidos y metamorfosis visuales, teñidos todos de similar vivencia mística.
     De cualquier modo, las ilusiones ópticas reconcilian a Enrique Gil con esa imagen de la ciudad, al descubrirle el horizonte de la naturaleza y de paz que aún pervive en sus márgenes y que puede devolver al hombre el sentido perdido, tanto como le hacen vislumbrar el misterio de una naturaleza contemplada de forma casi panteísta y en la que, como señala Beatriz, «dondequiera encontraréis a Dios llenando la inmensidad con su presencia».
     Si Enrique Gil perdió la fe, es evidente que, desde el principio de su carrera literaria, trató de recuperar un espacio místico de reencuentro con la divinidad a través de la naturaleza y la creación artística.  En todo caso, la inspiración, la experiencia personal, tanto como el acertado uso de los recursos literarios y pictóricos, así como el conocimiento y disfrute de las entonces emergentes tecnologías ópticas —y sus espectáculos derivados—, contribuyen a lograr una obra única que permite disfrutar de una narrativa rica y llena de matices, firmemente anclada en el placer estético tanto literario como visual.
  El trabajo completo puede descargarse aquí.

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