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lunes, 27 de abril de 2015

Un artículo de Larra para la Educación Secundaria.

     El año pasado los alumnos de Secundaria de un Instituto de mi ciudad leyeron un artículo de Larra, «El Día de Difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio», que fue publicado en El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836, es decir, precisamente con ocasión de la festividad de los difuntos.
Aprovecho ahora este artículo para ver de qué manera se puede realizar un acercamiento a la literatura utilizando medios distintos a los tradicionales, como sucede con este blog.
    Creo que es uno de esos artículos que permite una fácil conexión con los estudiantes, particularmente ahora que, si bien la tradición del día de Difuntos parece olvidarse entre los jóvenes de hoy, en cambio, se celebra Halloween.
    Larra acompaña su artículo con una cita en latín: Beati qui moriuntur in domino, frase procedente del capítulo 14 del Apocalipsis que se traduce como Dichosos o bienaventurados los que mueren en el señor y continúa opera enim illorum sequuntur illos. Es decir se refiere a quienes han obrado bien y serán juzgados por sus buenas obras.
     El artículo parte de una ironía sobre la poca memoria que tienen muchos de lo que han dicho o lo que otros han hecho, lo que le permite desdecirse o dejar de recordar que alguna vez aseguró vivir en perpetuo asombro. En la actualidad el asombro ha sido sustituido por la incomprensión por todo lo que ve. El tono pesimista y desolado se tamiza con alguna alusión humorística como la referencia a la obra teatral El califa de Bagdad.
     De la incomprensión Larra pasa a la duda en el párrafo siguiente, donde reflexiona sobre la melancolía que llegó a abrumarle el día anterior, festividad de Todos los Santos, a pesar de haberse encomendado a ellos, dice de nuevo irónicamente. Para dar idea de la melancolía que le abruma, Larra pondrá algunos ejemplos que reaparecen en otros artículos suyos, particularmente en «La nochebuena de 1836»: el hombre que cree en la amistad, el que cree en el amor, los que confiaron en el tesoro del Estado, en la Constitución, en la libertad de imprenta y en otros tantos valores espirituales o materiales que han resultado ser mera quimera, simple ilusión.
En medio de la desazón por tan tristes reflexiones e inquieto, porque cualquier gesto parece hablarle de la muerte, el tañido de campanas le recuerda el Día de Difuntos. Decide entonces sacudir su agotada melancolía y salir a la calle para servir de diversión a los transeúntes. Contempla entonces cómo todo Madrid se marcha de la ciudad para acudir al cementerio, sin darse cuenta de que la ciudad es un cementerio viviente y que los únicos vivos son los que descansan en el cementerio, porque ellos pueden gozar de la única paz y libertad posible, porque solo obedecen a la ley de la naturaleza que dicta la hora de la muerte. Ese descubrimiento le produce un terrible vértigo:

Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

El paseo por el cementerio es, en realidad, un recorrido por distintos lugares de Madrid que evidencian la postración en que se halla la ciudad y la España toda. La pesadilla acaba por sepultarlo todo:

«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Con las campanas parecen morir toda posibilidad de que la Libertad, la Constitución se hagan realidad y que la discordia nacional o el exilio desaparezan. Por este motivo, como en «La nochebuena de 1836», cuando Larra quiere escapar del cementerio y refugiarse en su corazón, descubre en él otro sepulcro donde se halla enterrada la esperanza.
         Ningún resquicio a la ilusión, ninguna posibilidad de aferrarse a la vida. El consuelo es solo una palabra vacía a la que ya no es posible amarrarse.
          Tal vez cabe añadir que Larra era un Quijote que murió cuando se dio cuenta de la locura que suponía creer en que los españoles serían capaces de superar sus diferencias y que esta lectura debe hacernos pensar que vivir significa luchar por nuestros ideales y que, frente a Larra, es preciso creer en que toda acción, por pequeña que sea, puede cambiar el mundo.

Editorial Nova, Buenos Aires, 1943.

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