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domingo, 22 de diciembre de 2013

La linterna mágica

          Si en el XVIII se produce la revolución de la forma de mirar con el desarrollo y divulgación de los experimentos científicos y su creciente atractivo entre un público de aficionados y curiosos (Vega 2010), en la centuria siguiente las proyecciones de linterna mágica proliferan y se convierten en uno de los entretenimientos preferidos tanto de las tertulias privadas de la burguesía como de los espacios públicos de diversión. 
Linterna mágica. Schlossmuseum

 Al menos desde mediados del XVII se tiene constancia del uso de la linterna mágica como instrumento para proyectar imágenes. Según Esteban Frutos es probable que antes de que Kircher la utilizara en sus clases en el Centro de Estudios Superiores de los Jesuitas en Roma y que la describiera, no en la primera edición de su Ars magna lucis et umbrae (1646) sino en la de 1671, el científico holandés Huygens ya conocía su uso en 1659. Pronto se difundiría su uso en toda Europa, tanto como medio de divulgación científica como de instrumento recretivo y en España el Diccionario de Autoridades de 1734 incluye la definición de la linterna mágica como máchina catóptrico-dióptrica. No obstante, como recoge el CORDE. ya Sor Juana Inés de la Cruz la menciona en un poema (ca. 1666-1695). Feijoo en su Teatro crítico advierte que los ignorantes consideran las proyecciones fruto de un arte diabólico.
 
1825
Para ilustrar su funcionamiento y desengañar a los lectores que todavía la confunden con la magia publica García Castañer La magia blanca descubierta, o bien sea arte adivinatoria, con varias demostraciones de física y matemáticas en 1833.
         Sobre la huella de la linterna mágica y otros tipos de máquinas y espectáculos ópticos que se detecta en los periódicos de la época me ocupo en el artículo “Los dispositivos ópticos y su recepción en la prensa del Romanticismo (1835-1868). Una aproximación”.



domingo, 15 de diciembre de 2013

Historia trágica española. «La peña de los enamorados» (II)

         El protagonista de este relato dieciochesco es un joven de familia aragonesa, a quien su madre trata de impedir que vaya a la guerra, pero al que finalmente le entrega la espada del padre «aun teñida de la sangre de los infieles».
«Un joven caballero, descendiente de una de las más ilustres casas del reino de Aragón, sabe que el rey don Juan, soberano de Castilla, ha levantado el estandarte contra el enemigo común. El caballero (a quien llamaremos Fajardo) desea salir de la ociosa y blanda vida del castillo de sus padres. Entraba ya en la edad en que el hombre sólo respira la guerra y los amores, arde en deseos de ir y señalarse por su valor contra los opresores de su religión y de su patria».





«Bien pronto llega a las límites de su reino, penetra en los estados de Castilla y llega a la brillante corte de su soberano. Los campos están cubiertos de formidables escuadrones; se ven llegar cada día nuevos refuerzos, que engruesan y amenaza el ejército. Los soldados, impacientes por dilatarse la hora de entrar en la pelea y vencer al enemigo, se ensayan en la ociosidad de sus campamentos en ligeras justas y torneos.

La tropa marcha. Fajardo camina al frente de la de su país. Se le conoce por el rojo penacho que ondea sobre su luciente casco».
           A pesar de que sus hazañas son pronto digno de admiración, el novel caballero no consigue salir victorioso:

«La providencia divina, cuyos decretos son impenetrables, no permite que triunfe y venza la buena causa. La victoria se declara por Abenacar, rey de Granada. Fajardo cede a la multitud de los que le persiguen; pero no se rinde hasta haber hecho gemir a muchos por su loca temeridad. En fin, habiéndose señalado con mil prodigios de valor, fatigado ya y desfallecido, cercano a perder la vida por la mucha sangre que corría a borbotones de la[1] profunda herida, no quiere entregar su espada sino es al Rey mismo. Este Príncipe, movido de la desgracia del joven aragonés se adelanta hacia él y le dice:
Valeroso caballero no os avergoncéis de conocer a un vencedor que merecerá vuestra estimación. Recibid este primer testimonio de la mía os vuelvo vuestra espada, venid a mi corte, quiero fijaros en ella con los lazos del reconocimiento y de la amistad, no experimentareis de mí más que beneficios.
            Fajardo levanta sus pesados párpados, y duda de lo mismo que oye y ve. El monarca moro tenía pintadas en todas sus facciones, la nobleza y la magnanimidad; su prisionero no podía creer que un musulmán fuese capaz de un proceder tan sublime.
            Abenacar vuelve a sus estados seguido de su victorioso ejército, lleva consigo a la corte a Fajardo, que ya se halla sano de sus heridas, y le dice:
—Esta será mi prisión. Quiero que confieses que se puede amar a los mismos que nos han vencido».
Con estas palabras el autor pone en boca del rey moro el lenguaje propio de la cortesía, proyectando una maurofilia muy del gusto de los romances fronterizos.

[1] La. Falta en el original periodístico.

martes, 10 de diciembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (III). Zorrilla

        «Zorrilla es otro de los corifeos del romanticismo, y el más fecundo de todos», asegura Juan Valera. «Poeta de más imaginación que sentimiento y gusto, es incorrecto y descuidado a veces, y a veces elegante, como por instinto. Florido, pomposo, arrebatado, sublime, vulgar, enérgico y conciso, desleído y verboso, todo lo es sucesivamente, según la cuerda que toca; pero siempre simpático y nuevo, siempre popular y leído con placer y aplaudido y querido con frenesí de los españoles»
         «Las mismas composiciones de Zorrilla, en que la inspiración desfallece, en que apenas sabe el poeta lo que quiere decir, o en que no dice nada sino palabras huecas, tienen tal encanto de armonía y de gracia para los oídos de los españoles, que nos complacemos en oírlas, y las repetimos embelesados sin meternos a averiguar lo que significan y aun sin suponer que signifiquen algo. El amor de la patria, sus pasadas glorias, sus tradiciones más bellas y fantásticas, y las guerras, desafíos, fiestas y empresas amorosas de moros y cristianos; todo, vaga y confusamente, se agolpa en nuestra imaginación cuando leemos los romances, leyendas y dramas de Zorrilla: y todo concurre a dar a su nombre una aureola de gloria, que no se ofuscará nunca, aunque la fría razón analice y ponga a la vista mil faltas y lunares»
         Precisamente una de las faltas que señala Valera en la composición de su protagonistas es la siguiente: «Para dar una idea tremenda de don Juan Tenorio le hace apostar en una taberna, como un truhán fanfarrón, que matará a setenta u ochenta hombres, y que seducirá a cien o doscientas mujeres en un año. De esta laya de idealizadores son aquellos rabinos, que, para ensalzar a Dios, le dan no sé cuantas leguas de corpulencia; como si lo infinito cupiese en el tiempo y en el espacio, y se redujese a número y medida».  
        En cambio entre los aciertos está el de su conversión: «En el D. Juan Tenorio de Zorrilla, hay la misma tramoya imitada del D. Juan de Marana de Dumas, que la tomó del Fausto de Goethe. Ello es que esto de convertir a una bonita y nada desdeñosa muchacha en escala de Jacob para subir al cielo, ha de parecer, por fuerza, mucho más agradable que los medios que antiguamente nos daban de mortificar la carne con ayunos y penitencias, y de estar siempre en conversación interior».
          Conviene recordar que, a pesar de todos estos defectos, lo espectacular sería uno de los más interesantes atractivos de este drama religioso-fantástico y que precisamente las apariencias, y toda la tramoya propia del teatro de magia, lo mismo que las proyecciones de fantasmagorías, tan del gusto del público del XIX, debieron pesar en el gusto del público y en el creciente favor que fue adquieriendo la obra con el paso de los años.
Ilustración de la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

miércoles, 4 de diciembre de 2013

«El Estudiante de Salamanca» (II). Una interpretación simbólica


Aunque han dominado las interpretaciones sobre El Estudiante de de Salamanca centradas en el titanismo, o con el satanismo, una suerte de rebelión de los hombres contra el régimen establecido por la divinidad que no considera racional ni moral, de su protagonista, que termina por ser aplastado por esa misma divinidad, un estudio de Stephen Vasari sin ser contradictorio con lo anterior sobre la ideología de Espronceda abre la puerta a otras opciones, más imbricadas con la política europea, que han sido estimadas positivamente por Robert Marrast. En opinión de Vasari, El Estudiante de Salamanca es una respuesta a la crisis político-religosa que atraviesa Europa, al tiempo que a la situación que se vive en España y la posible alianza entre la regente Mª Cristina y Don Carlos, en la que se enfrentan dos «fuerzas antagonistas: el Pasado intolerante, dominador y repugnante, en lucha con el Presenta franco, orgulloso, libre y tolerante. Es lo que representan Elvira (con don Diego) y don Félix de Montemar».
          Como decía, esa lucha se proyecta primero en el ámbito nacional «Salamanca, ciudad antigua, con sus campanarios y torres de las iglesias y los castillos con sus centinelas "temerosos" claramente la tradición, la Iglesia y el orden social antiguo». Luego, en el plano internacional «la otra "ciudad muerta" con sus "horas muertas" Roma. La "blanca dama del gallardo andar" la Iglesia "muerta" o el mismo Papa Gregorio XVI. Don Félix, la misma Humanidad del siglo XIX, a la vez que Lamennais, el Poeta, la España Nueva».


         Pero no siempre se ha visto así y en 1972 la obra dio lugar a una miniserie, interpretada por Sancho Gracia y Charo López, centrada en la temática de la seducción amorosa.

martes, 3 de diciembre de 2013

La leyenda del estudiante Lisardo.

La leyenda del estudiante Lisardo, que varias concomitancias ofrece con la historia de El Estudiante de Salamanca de Espronceda, conoció su popularización a través de sendos romances, recogidos y publicados en el Romancero general o colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII por Agustín Durán (1828). En nota, el autor da cuenta tanto de su divulgación a través de la narativa barroca de Cristóbal Lozano, Soledades de la vida y desengaños del mundo, publicada en 1658 por su sobrino Gaspar Lozano, como de lo viva que sigue la leyenda en el XIX:


En realidad la historia de Lisardo conocía una versión anterior, procedente del Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, que junto a otras tradiciones ha sido examinada por Madeline Sutherland.
De esta leyenda, tomaría Espronceda, como señala Robert Marrast, la vida calavera del estudiante Félix de Montemar y el escarmiento a través de la contemplación del propio funeral.

jueves, 28 de noviembre de 2013

«El Estudiante de Salamanca» y las leyendas de seducción y conversión final.

Como poema romántico, El estudiante de Salamanca participa de una doble adscripción genérica el cuento en verso y la leyenda, en la que El estudiante podría insertarse por su alusión a la historia o, más concretamente, a la tradición. Efectivamente, a ella nos remite el narrador cuando al comienzo del poema funda su relato en lo que «antiguas historias cuentan» y sitúa el origen de la acción en un ámbito espacio-temporal tan apropiado para el misterio como para contar relatos de terror. También, al final del poema, el narrador trata nuevamente de anclar en la tradición oral la increíble anécdota del poema, la de una supuesta aparición diabólica «que en forma de mujer y en una blaca / túnica misteriosa revestido/ aquella noche el diablo a Salamanca/ había en fin por Montemar venido». 
        Las fórmulas orales «vedla», «vedle», propias de la épica parecen insistir en esa tradición y el hecho de que Félix de Montemar sea presentado como «Segundo don Juan Tenorio», parece recordar la conocida leyenda del burlador de mujeres que, como señaló en su momento Robert Marrast, en la versión publicada en la revista Museo artístico y literario ofrece la siguiente variante: «Nuevo don Juan de Marana». La historia de este seductor arrepentido fue objeto de una relación escrita por el jesuita Juan de Cárdenas en 1680 y muy conocida en su Sevilla natal, donde llegaría a oídos de Merimée todavía en su viaje de 1830.
          Marrast, y José M. Díez Taboada, apuntan que esta última historia se mezcla con la leyenda del estudiante Lisardo, que recoge Antonio de Torquemada en el Jardín de flores curiosas (Salmanca, 1570) y donde se narra cómo un joven que se dispone a seducir a una monja asiste, de camino al convento, a su propio funeral. Como indica Marrast, la leyenda de Lisardo se popularizó gracias a los romances Lisardo, el estudiante de Córdoba, que aún eran conocidos en el XIX. Entre otras historias de pecadores arrepentidos, añade Marrast la de San Franco de Sena, al que se alude en la tercera parte de la obra de Espronceda, que terminará por arrepentirse de su vida licenciosa después de perder la vista.
           La novedad de El Estudiante de Salamanca radica precisamente en que ningún aviso logra asustar al estudiante, que sigue obstinado en su maldad y muere persistiendo en su rebeldía contra la divinidad. En ese sentido, Espronceda sería el representante de ese Romanticismo liberal, del que en Europa destacan principalmente Victor Hugo y Byron.

martes, 26 de noviembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (II). Espronceda.

Al hablar de Espronceda, que él considera el tercer genio del Romanticismo, señala: 
«El otro eminente poeta y corifeo del romanticismo ha sido Espronceda. Espronceda, menos fecundo que Zorrilla y que el duque de Rivas, pero más apasionado. Sus versos, cuando son de amores, o cuando la ambición o el orgullo le conmueven, están escritos con sangre del corazón: y nadie negará que este corazón era grande. En él se abrigaban pasiones vehementísimas y sublimes. Espronceda, 


con pensamientos de ángel,


con mezquindades de hombre,



hubiera sido más que Byron, si hubiera nacido donde, y como Byron nació. Espronceda no podía escribir para ganar dinero, alumbrado por una vela de sebo, y en una mesa de pino. Como todo hombre de gran ser, que camina por el mundo sin la luz de una esperanza celeste, necesitaba Espronceda vivir, gozar y amar en el mundo: y los deseos no satisfechos pervirtieron y ulceraron su corazón, que era bueno, y el abandono de su juventud y los extravíos consiguientes llenaron su alma de ideas falsas y sacrílegas. Mas a pesar de todo, la bondad nativa, la ternura delicada de su pecho y el culto y la devoción respetuosa con que se inclinaba Espronceda ante lo hermoso y lo justo, y con que adoraba y se confiaba en la amistad y en el amor, brillan en sus acciones como en sus versos». 

Pero Valera tiene que esforzarse en contrarrestar la idea de que Espronceda no es un simple imitador de Byron.


«Dicen los envidiosos que Espronceda no hace sino imitar a Byron. Yo confieso que le imita en algunas digresiones de El Diablo-Mundo, en el canto del Pirata, y en la carta de doña Elvira, de El Estudiante de Salamanca, que es casi una traducción de la de doña Julia». 

Aun cuando puedan señalarse algunas concurrencias entre una y otra obra, y no creo que el ejemplo de la carta lo sea, salvo la utilización de este recurso dramático y la alusión a las lágrimas que puedan encontrarse en la misma. Lo cierto es que en opinión de Valera, la profundidad del carácter de Félix de Montemar, y, particularmente, la de Elvira es en todo original y de mayor calado:

«[...] estos envidiosos no comprenden o no quieren comprender que D. Félix de Montemar no está tomado de Byron, y vale tanto o más que los héroes de Byron; así como doña Elvira vale más que Medora y que Gulnara, cuando va loca de amor procurando en el jardín al traidor que la olvida, y cuando muere de dolor entre los brazos de su madre, bendiciendo aún la mano que la ha herido de muerte». 

 Valera alude aquí a los Cantos II y III de El Corsario, de Byron. «En dicha obra, Conrado cae en poder de Seïde, el bajá turco. Gulnara se enamora de Conrado, pero éste recuerda todavía a Medora, a la que cree muerta, lo que provoca los celos de la Sultana. El recurso a la mano de la Sultana aparece también en El Corsario, en la Stanza XII del Canto II. En la obra de Byron, Gulnara apuñala a Seïde y libera a Conrado. Tras la muerte de Medora, Conrado se marcha solo». (Cf., «Valera y Byron», en antonio Hurtado, Poesía y paráfrasis).

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Historia trágica española. «La peña de los enamorados» (I).



En más de una ocasión me he referido en este blog a mi Antologia del cuentos español del siglo XVIII, (Cátedra, Madrid, 1995). En ella, entre casi un centenar de cuentos y cuentecillos incluyo el que publica el Correo de Cádiz entre febrero y marzo de 1796, que da comienzo de la siguiente manera:
 
HISTORIA TRÁGICA ESPAÑOLA*.
LA PEÑA DE LOS ENAMORADOS[1]

           


Admiremos el espíritu de los siglos caballerescos en que el amor, las guerras y los combates formaban la ocupación de su brillante juventud. En aquellos tiempos, el hombre más enamorado era el más valeroso. El más fino, el más delicado en los estrados, era el más feroz, el más terrible, el más duro en los combates.
No se podía pretender el corazón de una joven sin pasar antes por la escuela del valor. Un caballero se atrevía a descubrir sus ocultos pensamientos, cuando acababa de ejecutar una acción heroica y grande. Entonces escogía una dama: a ella dirigía sus pensamientos, sus palabras y acciones. Ella le animaba en lo más fuerte de la refriega, y le sostenía en los golpes difíciles: dirigía su brazo. Si el caballero salía vencedor, atribuía a la dama la victoria. Una fineza de ésta, una flor, una divisa, producía las acciones más heroicas[2].
En este tiempo, la escuela del amor y la de la guerra era una misma. Confundíanse  estas dos pasiones, o llamemos ejercicio a la otra.
Todos sabemos que en aquel tiempo los feroces musulmanes ocupaban la mejor y más fértil parte de nuestra Península. El espíritu caballeresco infundía un odio  irreconciliable contra estos enemigos de la religión y del estado. La obligación más sagrada de los caballeros era la de hacerles continuamente la guerra. Detestaban tanto a los sarracenos, cuanto amaban a su dama.



[1] Esta leyenda se publica durante dos semanas los viernes y martes entre el 19 de febrero y el  4 de marzo de 1796. Cf., Correo de Cádiz, números 15 a 18, págs. 57-59; 60-64; 65-71; y 63-75.
                Sobre la presencia de esta leyenda en el siglo XIX, Mª Isabel Jiménez Morales, «La leyenda de la Peña de los Enamorados en textos literarios no dramáticos del siglo XIX», en Revista de Estudios Antequeranos (1996), págs. 215-250. También, La Peña de los Enamorados (Edición, prólogo y notas de Mª Isabel, Jiménez Morales), Universidad de Málaga, 1998.


[2] Desconozco si «B.» -posiblemente el gaditano José Lacroix, barón de la Bruère- había leído a La Curne de Sainte Palaye (1697-1782) autor de las Mémoires sur l’ancienne chevalerie, Duchesne, París, 1759-1781 (12 vols.), pero, las ideas que aquí se exponen sobre el espíritu, las costumbres y las virtudes caballerescas están en la línea de la monumental obra del francés que sí es mencionado explícitamente por Alejandro Moya, el autor de El café. En cualquier caso, es un elemento más que anticipa la inclinación caballeresca del Romanticismo, junto a la pasión por ese pasado medieval en que los españoles debían luchar por su patria y su religión contra los moros.

                Curiosamente «D. d. M.» publica en los números 74 y 75 de este mismo periódico ( 13 y 16 de septiembre de 1796) Torneo. Anécdota española, págs. 293-296, y 297-300, respectivamente.
***
           Como puede comprobarse, se trata de una narración que se presenta como una historia con final trágico de la que el lector puede admirar, a pesar de su fin funesto, el espíritu que alentaba a la juventud. Un espíritu forjado en el mundo de la caballería y en el que el joven debía dar pruebas de su valor tanto como de su fineza amorosa.
              La acción se sitúa en una época heroica en la que los españoles debían luchar contra el infiel, época que también será objeto de la atención de los románticos, como puede compobarse en el cuento de Mariano Roca de Togores, «La leyenda de la Peña de los Enamorados» (Semanario Pintoresco español, 1836).

lunes, 18 de noviembre de 2013

Escribir en el siglo XIX (II)

Como decía en la entrada anterior, el éxito de que gozó los Lamentos de un pobrecito holgazán (1820), da una idea de que algo estaba empezando a cambiar en España, pero puede decirse que fue algo excepcional, al menos si atendemos a la frustración que expresa Larra en «Horas de invierno» (1836):

Escribir y crear en el centro de la civilización y de la publicidad, como Hugo y Lherminier, es escribir. Porque la palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia. Escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del hombre, que es dicha para ser oída. Escribir como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí?, donde se lamenta del poco reconocimiento de los esfuerzos del autor y del pago que recibe del público y de la sociedad.
         Algo similar había escrito años antes  en «¿Qué cosa es por acá el autor de una comedia?», en El pobrecito hablador (1832): «Por acá, un literato es un vago sin oficio ni beneficio, y el que vive de su talento es menos todavía que el que vive de sus manos; si quiere poner en su carta de seguridad «escritor público», habrá quien le ponga escribiente y diga que todo es escribir».


          Podría decirse que muchos escritores del siglo XX y aun del XXI comparten esa misma frustración.

Mesa redonda: Vida, obra y memoria de Fernando Quiñones.

          Nueva cita con la vida y la obra de Fernando Quiñones, el martes 19 de noviembre, en la Casa de Cultura de Chiclana. Allí estaré como lectora y editora de Por la América Morena. Va por él.


martes, 12 de noviembre de 2013

A propósito de la literatura y la sociabilidad en el siglo XIX. Larra

         Como para tantas cuestiones relacionadas con el siglo XIX, se hace necesario recurrir a los artículos de Larra, que en  «Horas de invierno» (1836) anotaba al preguntarse por su público: 
«¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, o son los despojados? 
         ¿Será el teatro el refugio de nuestra gloria? ¿El teatro, sin actores y sin público, el teatro nacional, que, por último insulto, para mengua eterna y degradación sin fin del país, es ya una sucursal de la ópera y un llena-huecos para las noches en que está ronca la primera dama?»  

Aval de Juan Grimaldi para el ingreso de Larra en el Ateneo. BVMC
         Efectivamente, en unas pocas líneas Larra, más allá de la tribuna del periódico, nos asoma por los locales y lugares públicos a los que suele acudir un escritor que no se contenta con permanecer en una torre aislada, que siente la necesidad de comprometerse con su oficio, de tratar de cambiar el mundo, diciendo una verdad que nadie quiere oír, a pesar de que debía estar interesado en hacerlo. Eso, si es que el artículo consigue pasar la rígida censura de los Gómez de turno. Por eso no es extraño que Larra terminer por ver en España un cementerio, un lugar desolado donde nadie responde a los intereses y pasiones del escritor. El mundo todo es una máscara, pero detrás de esa máscara, de ese público de café, de academia, de casino, de tertulia o de teatro, no hay nada. Y lo que más le duele a Larra es que ese público aplauda mejor una traducción del francés o un ópera italiana, porque eso da idea de la falta de una conciencia nacional que pueda exigir una literatura acorde a los intereses y los latidos de España.
          Su mirada crítica recorre todos los rincones en busca de ese público y, al no encontrarlo, al comprobar que sus esfuerzos por lograr la unidad, la paz, y el progreso, decide que escribir, vivir, no merece la pena.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (I).

Además de Clarín y Galdós, Juan Valera ha sido uno de los escritores que más profusamente ha dedicado su atención al estudio y la crítica de la literatura española, por cuanto reivindicó que con el Romanticismo la creación había tomado distancia tanto de la literatura clásica grecolatina como de otros modelos foráneos. En su estudio «Del Romanticismo en España y de Espronceda», atinó a proclamar entre la multitud de poetas que surgieron en esta generación, aquellos que realmente habían aportado novedad y calidad al Romanticismo español. Al mismo tiempo, Valera acierta a evocar la grafomanía que conoció el siglo XIX y la sociabilidad que la propició:


Enumerar aquí uno por uno todos los poetas dignos de memoria, que últimamente ha habido en España, sería demasiado prolijo; y enumerar, los malos y menos que medianos poetas, que han ganado fama, y la popularidad efímera, que nace del capricho y del espíritu de partido, sería tan cansada como desagradable tarea. Baste considerar que no quedó ciudad de provincia donde no se estableciese un liceo, o tertulia literaria con visos de academia; y allí el mayorazgo, el escribiente, el empleadillo y el estudiante, en fin todo joven de cualquier condición que fuese, y no pocas muchachas, solían tomar los ensueños amorosos y melancólicos de la juventud, por estro y vocación poética, y se subían a la tribuna, y cantaban coplas de pie quebrado, y versos puntiagudos al empezar y al concluir, y gordos por el medio, y otras novedades más curiosas que entretenidas. Pero al son de este concierto universal, y cuando la furia del romanticismo se paseaba triunfante por toda la Península, descollaron tres ingenios tan altos y tan fecundos, que otros como ellos no habían venido a nuestro suelo, desde que murió Calderón. 
        En su opinión, estos tres genios fueron, en primer lugar, El Duque de Rivas, de quien destacó el haberse inspirado en los romances españoles, «y no imitándolos servilmente, sino tomando de ellos la forma y sabor, en cuanto de su propio estilo no se apartaban ni desconvenían, compuso sus preciosos romances históricos». De su obra destaca El Moro expósito, «leyenda histórica de extraordinaria belleza» y el drama Don Álvaro, del que advierte:


                          
El sino o la mala estrella, es decir, un conjunto de circunstancias fortuitas, ponen a D. Álvaro en ocasión de cometer delitos que su mismo honor le manda que cometa, sin que por eso su voluntad se tuerza e incline al mal. Antes al contrario, los lectores todos y los espectadores del drama hallan en su conciencia, que D. Álvaro no hace mal en matar a sus enemigos y en matarse después; y no sólo le absuelven, sino que le condenarían si no se matara. Si D. Álvaro, con las manos llenas de la sangre que ha debido derramar, y con el recuerdo reciente de la muerte de la mujer amada, se volviese al convento y a sus penitencias, el público le silbaría. D. Álvaro tiene, por consiguiente, que suicidarse; y sin embargo, el duque no ha pensado en hacer la apología del suicidio, ni en recomendarle en algunas ocasiones; ni tampoco ha pensado en presentarnos el juicio del hombre en contradicción con el juicio divino. 
La concepción del D. Álvaro vale más que la ejecución; pero hay en este drama pormenores bellísimos. La escena final, sobre todo, es un cuadro terrible, maravillosamente pintado; y las dos escenas del aguaducho y del mesón de Hornachuelos, dos cuadros de costumbres llenos de verdad y del más gracioso colorido.